Por Miguel de Loyola
¿Cómo
olvidar La ciudad y los perros de
Mario Vargas Llosa? Novela publicada en 1963 por la editorial Seix Barral de
Barcelona, y transformada en lectura obligatoria en el liceo, por allá, a
partir de los años 70, durante la época más conflictiva de América latina en
cuanto a efervescencia ideológica y social de sus pueblos emergentes, sedientos
de paz, justicia y libertad.
La
descripción acabada y minuciosa de personajes jóvenes, a un joven lector de
aquellos tiempos, le resultaba fácil identificarse con los estereotipos y
sucesos perfilados en la narración. Aquel mundo concreto, parecido al de
cualquier joven de entonces, cuando todavía no estallaba el llamado multiculturalismo
de la posmodernidad que escindiría los colectivismos, y donde primaba una cultura
masculina convencional, monofónica, machista al cien por ciento, inculcada a los jóvenes en esas instituciones escolares como la descrita en La
ciudad y los perros, terminaba
por poblar el imaginario de una generación, en tanto cuando permitía la identificación
del lector con los mundos retratados.
Si
a estas características señaladas asociamos el estallido de las dictaduras
militares en Latinoamérica producidas durante esos mismos años, la primera novela
del Inca Mario Vargas Llosa, viene a ser algo así como obra premonitoria, en
tanto recrea la vida interior de presuntos cuarteles donde se fraguan las
conciencias de los hombres que han gobernado y gobernarán América en el futuro,
entregando una idea temible de su mentalidad (Liceo militar Miguel León Prado),
y prenunciando la violencia de los golpes de estado posteriores, propiciados por
esa mentalidad absolutista, autoritaria, totalitaria, cuestionada en esta
novela, no sólo en quienes detentan el poder en el liceo militar como
autoridades del sistema, sino también, en aquellos que lo ejercen desde la
periferia, en la clandestinidad, como
ocurre al interior del grupo dirigido por el El Jaguar, acaso preludio de lo
que serán en el futuro las asociaciones terroristas como Sendero Luminoso, dominadas por la barbarie,
por la negación del entendimiento como base estructural de una cultura, de un
pueblo, de un país, de una civilización.
En
tal sentido, la novela La ciudad y los perros de Mario
vargas Llosa hace un aporte invalorable al penetrar la corteza de ese mundo
concreto, enseñando sus interiores para develarnos sus secretos más íntimos,
ateniéndose, por cierto, estrictamente a las convenciones del arte de la
novela. Y ahí radica su mayor valor, porque sólo así le permite alcanzar la
universalidad de la imagen y de la idea hacia otros hemisferios, como ocurrirá
con la llamada literatura del boom latinoamericano, movimiento cultural que
surge en América a partir del nacimiento de novelas como éstas.
Es
evidente que Mario Vargas Llosa descubre aquí, ya desde muy joven, la
presunción totalitaria de las ideologías
utilizadas por los hombres en su búsqueda del poder. Y lo seguirá haciendo en
sus obras posteriores, La casa verde, Conversación en la catedral,
La
guerra del fin del mundo… convencido en que el hombre libre, capaz de
pensar por sí mismo, de cuestionar la realidad, sólo puede darse en medio de un
clima democrático, y, por cierto, con mayor razón en la literatura, único lugar
donde son posibles todas las utopías, gracias a esa libertad consustancial al
arte. Lo interesante es que aquí, para la sorpresa de nuestros días, en La Ciudad y
los perros, en esta novela inicial, todavía lo hace desde una posición
promisoria, como joven intelectual de izquierda, y, más adelante, lo terminará
haciendo como liberal, marginado, o más
bien, desilusionado de las ideologías, cuando descubra que las ideas
totalizadoras no sólo están en la derecha del espectro político de su tiempo,
sino igualmente enquistadas en la izquierda, aunque celosamente más ocultas por
aquel manejo magistral de la demagogia, de aquel lenguaje persuasivo y seductor
de conciencias. Su adhesión a la causa de la Revolución cubana de Fidel
Castro, por ejemplo, terminará tras el conocimiento
del llamado Caso Padilla, después de enterarse de la falacia de la libertad de
expresión que se vive en Cuba en aquel lejano entonces, y hasta nuestros días.
He
aquí un cambio radical que habría que resaltar como un rasgo sorprendente en las
características de la personalidad del Premio Nobel de las letras peruanas. Un
cambio de opinión que posiblemente retardó y postergó cuanto pudo el
otorgamiento del máximo galardón de las letras por parte de la Academia sueca, a uno de
los más grandes escritores latinoamericanos del siglo XX. Cambio que también lo
marginará de la izquierda, por cierto, tanto o más poderosa en aquellos años,
al menos para la consagración o validación artística de los desconocidos. Cabe
recordar que muchos intelectuales de su época no tuvieron el mismo valor para reconocer y condenar las tendencias totalitarias,
y se fueron a la tumba negando tales injusticias, como la falta de libertad de
expresión y las horrorosas muertes propiciadas por Stalin, por ejemplo, quien,
sabemos hoy, asesinó más comunistas que ningún otro a través de las llamadas
Purgas del Partido. Presumo que la temprana relación de Mario Vargas Llosa con
el Primer Mundo, lo llevaron a ser un intelectual privilegiado y clarividente
en este aspecto. Recordemos su temprano traslado a París, a fin de profundizar
sus estudios literarios, y donde termina de escribir la novela La
ciudad y los perros que lo catapultará a la fama, y su vinculación al
mundo cultural parisiense de aquel entonces, donde la filosofía de Jean Paul
Sartre, Albert Camus, cerraba ya los difíciles años de pos guerra, ahora negando
esa posibilidad de que las palabras sean
actos capaces de cambiar el mundo. Convencido, Sartre, del fracaso de su
literatura, y cuando el pensamiento francés veía ya la caída del marxismo
(Derrida, Espectros de Marx), y donde comenzaba a gestarse el estructuralismo y
la llamada posmodernidad con la figura de Michel Foucault a la cabeza. Una
posmodernidad que haría caer finalmente al Muro de Berlín y daría término a la Guerra Fría.
A
partir de La ciudad y los perros, la narrativa de Mario Vargas Llosa adquiere aquel sello que
será característico en la llamada literatura del boom latinoamericano, donde es
posible advertir una posición crítica respecto del mundo en que se vive, respecto
del yo y su circunstancia, personificado en personajes y lugares concretos, paisanos
en su mayoría de su propia patria, peruanos, en su caso, en medio de la selva cuestionando
desde la periferia del campo intelectual, desde la barbarie incluso, los nudos
del poder, y la fragilidad del individuo inmerso o prisionero en esas redes. Todo
esto a través de una forma elaborada y minuciosa para capturar el interés del lector,
con la descripción y desarrollo de personajes literarios, por cierto, a quienes
reconoce como únicos seres posibles para fraguar las utopías de una
colectividad, de un pueblo, de una nación, del hombre, en definitiva. Y a
quienes dejará en sus obras respirar en libertad, gracias a esa distancia ejemplar
autoimpuesta por una poética impecable, que permite al narrador la posición de observador,
de espectador, sin contaminar su creación mediante apreciaciones ajenas al
universo literario descrito, sólo proyectando a través de la palabra, la experiencia de un mundo vivido, no escrito.
El imperio de la forma.
Esa
distancia y posición del narrador, son dos cuestiones técnicas del arte de la
narración que el escritor peruano comienza a manejar y dominar desde muy joven,
siendo todavía un estudiante, cuando en
su país, como el mismo lo ha recordado en más de alguna entrevista, ningún
escritor tomaba el debido conocimiento sobre tales materias, ignorándolas, o
negándolas incluso. En cambio Mario Vargas Llosa, movido por esta inquietud,
por el deseo de llegar a contar una historia bien contada, como
suele reiterarlo a menudo, advierte la importancia del asunto, transformándose en
un admirador de la obra de Flaubert desde su más temprana juventud, precisamente
por considerarlo maestro de la técnica y el estilo, y a quien no ha cesado de
elogiar durante el transcurso de su vida, al extremo de llegar a escribir aquel
ensayo memorable, e imprescindible para cualquier novel escritor que pretenda
dominar el arte de la narración: La
orgía perpetua.
En
el referido ensayo, Mario Vargas Llosa explica
como un profesor y resalta como asombrado filólogo lector, las maravillas técnicas
de la obra cumbre de Flaubert: su inolvidable Madame Bovary. Obra cuya
lectura y estudio lo liberará, incluso, según el mismo ha dicho, de la
desesperación y del suicidio en sus años juveniles, luego de hacer suya la idea
de hundirse en la literatura como en una orgía perpetua, formulada por Flaubert para combatir la diaria realidad. Este
descubrimiento de la obra y personalidad de uno de los más importantes
precursores de la novela moderna, lo inducirá al estudio y apropiación de sus
recursos narrativos a fin de llegar a
contar sus propias historias todo lo mejor posible de ser contadas. Trabajo,
desde luego, que no se dan hoy por hoy algunos novelistas encumbrados en la
cresta de la ola por el mercado editorial, por el poder mediático de la
publicidad, desestimando la importancia de la técnica, y aún, de las
convenciones mínimas del arte de la novela, las cuales hacen posible la
vigencia y permanencia del género.
La
narrativa de Mario Vargas Llosa se ajusta así a un formalismo claramente
definido, kantiano, podríamos casi confirmar, sin caer en exageraciones. Es
decir, el sujeto le da forma al objeto, imponiendo allí las categorías espacio
y tiempo para perfilar el desarrollo de los acontecimientos. Y toma de Faulkner,
otro autor admirado por los autores de su misma generación, sus impresionantes
aportes al arte de la narración, como aquel
uso simultáneo de distintos narradores para contar un mismo hecho. Un punto de
vista multifocal, polifónico, que deviene, posiblemente, de aquella máxima inquietante
sostenida por Nietzsche: no hay hechos,
hay interpretaciones, reflexión que vuelve a poner en duda la idea de
verdad como totalidad, abriendo un sinnúmero de posibles verdades sobre un
mismo hecho. Las distintas voces focalizadas en sus primeras novelas, vienen a
confirmar esta observación dejada a la posteridad por el filósofo, como verdad,
duda, o posibilidad.
Mario
Vargas Llosa, lo mismo que Flaubert, encuentra en la forma el camino de la
creación. En consecuencia, no estamos aquí frente a un autor que improvisa en
sus obras, que viene a quebrar esquemas, estereotipos, reglas, cánones. Se
atiene a una poética que ha ido levantando en su carrera de escritor. Porque en
el arte, nada es gratuito, la obra se debe al artista y el artista a la obra,
propone el círculo hermenéutico de Heidegger, y Mario Vargas Llosa empatiza con
esta proposición. Y aunque no posee el talento natural de otros narradores de
su misma generación, como el mismo así lo ha expresado, está dotado con la
perseverancia y el trabajo incansable que es la verdadera fórmula del genio. El genio es un diez por
ciento de
inspiración y un noventa por ciento de
transpiración, sostiene, recordemos, Thomas
Alva Edinson. Y el conocimiento de la vida y las
limitaciones de Flaubert, lo llevan a recorrer un derrotero parecido. Es sabido que al autor de
Madame
Bovary le costaba un mundo escribir una frase, una frase podía ser el
resultado del trabajo de todo un día. Sin embargo, apunta Vargas Llosa, Flaubert
termina siendo un genio. Entonces, estamos frente a un
autor consciente de sus virtudes y defectos, abierto a las infinitas
posibilidades prodigadas por su mayor talento: la perseverancia, la tenacidad.
Ejes medulares de esa llamada Voluntad de Poder descrita por Nieztsche, como
eje o principio motor de la Vida. Podemos
preguntarnos, por cierto, si los autores que consiguen el Nóbel reúnen
características semejantes, si ponen énfasis en la forma o en el fondo de sus
creaciones, y la respuesta podría llevarnos a formular más de alguna hipótesis
interesante, referida a los premiados como a los premiadores. Pero esa es una
discusión, por cierto, para otro ensayo.
En
La Orgía perpetua,
Mario Vargas Llosa confiesa claramente, esta admiración y preferencia por la
forma, como asunto esencial del proceso creador del artista, y lo apunta
textual: “esa
propensión que me ha hecho preferir desde niño las obras construidas como un
orden riguroso y simétrico, con principio y con fin, que se cierran sobre sí
mismas y dan la impresión de soberanía y lo acabado, sobre aquellas abiertas,
que deliberadamente sugieren lo indeterminado, lo vago, lo en proceso, lo medio
hacer.”
En este sentido, la posición
estética de nuestro Premio Nóbel latinoamericano, se acerca a la de Henry
James, quien fuera discípulo directo de Flaubert (se dice que asistió a su
taller literario) quien ponía todo su énfasis en la forma, aunque la literatura
de aquel discurra sobre la psicología de las clases altas del Primer Mundo, o
de las sociedades más sofisticadas del Reino Unido y los Estados Unidos, y la
de Mario Vargas Llosa sobre las de los pueblos emergentes y confusos de América
latina, sus luchas y conflictos de identidad, al punto de generar junto a otros
narradores el llamado boom de la
literatura latinoamericana. Un movimiento cultural que puso en la década del
´60 en España, los Estados Unidos y Europa, en primer plano nuestra literatura,
siendo Mario Vargas Llosa uno de sus más prolíficos representantes. Sin
embargo, si bien los autores del boom son reconocidos primeramente por sus
temáticas, el boom terminará siendo en definitiva una innovación en la forma,
en la forma de contar el cuento o la novela.
Ahora
bien, en mi opinión, el realismo de Mario Vargas Llosa ha sido bastante más
ambicioso que el de Flaubert, particularmente en sus primeras novelas, donde es
indudable que la efervescencia política existente en Latinoamérica le impuso
sus primeros temas, buscando retratar al hombre, y a la sociedad de aquel
tiempo. Luego, este realismo capaz de calcar los fenómenos sociales e
ideológicos asociados a su juventud, ha ido decantando en novelas de corte más
liviano, donde el imperativo esencial es la entretención, el interés por
capturar un universo cada vez más amplio de lectores. Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y
el escribidor, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, Las
travesuras de la niña mala, etc. Pero debemos admitir también que este
cambio, se debe a una evolución natural hacia una estética de la llamada
posmodernidad, donde la literatura adquiere mayor interés por su entretención y
pierde terreno en cualquier otro sentido. La posmodernidad, como sabemos, y así
lo explica Jean Francois Lyotard, viene a poner fin a los grandes relatos,
entiéndase cristianismo, comunismo,
racionalismo, capitalismo, en tanto relatos totalizadores y
autosuficientes para dominar la realidad y salvar hombre de la ignominia. Y es
indudable que el descrédito o la caída de las más grandes utopías sostenidas a
lo largo de la historia, inducen a un autor realista de fama mundial y
consciente de tales asuntos, a ajustar su poética a los tiempos presentes. No
por una cuestión ideológica, como a menudo suelen pensar y condenar algunos, sino
más bien por una cuestión puramente formal, sobre todo cuando estamos frente a
un eximio cultor formalista del arte de la literatura, quien ha venido
sosteniendo desde su más temprana juventud que toda obra crea su propia estética,
ajustándose a los tiempos en que se vive. Eso, naturalmente, es seguir siendo
un escritor realista. En Travesuras de la niña mala, por ejemplo,
nos enfrentamos a un narrador en primera persona que domina en la novela
actual, en un narrador personaje dispuesto a revelarnos no sólo su situación en
el mundo, las circunstancias, los hechos, también su propia interioridad como
si fuera la nuestra, produciéndose esa suerte de espejo sicoanalítico de la
narrativa de nuestros días, donde ya resulta difícil imaginar al personaje como
alguien ajeno a nosotros mismos, como alguien externo, sin sentimos nosotros
mismos en él, por esa forma –y volvemos aquí otra vez a la cuestión formal- de
percibir la realidad, propia de los
seres de nuestro tiempo, donde se anulan las distancias y los tiempos. No podía escribir en el siglo XX como se
escribía en el XIX, ha dicho el Premio Nobel peruano refiriéndose a sus
primeros años, cuando buscaba la consolidación del estilo. Y, por cierto, ahora
estamos hace rato ya en el siglo XXI.
Me resisto a creer que sólo
sea entretenimiento y diversión, la obra maestra deja siempre un sedimento en
la sensibilidad del lector que luego actúa en su conciencia,
confirma
Mario Vargas Llosa en una entrevista, y vemos como, por ejemplo, en Travesuras
de la niña mala, combina muy bien los elementos, contando una historia
de suyo entretenida, divertida incluso en muchos momentos, recreando un
personaje verosímil dentro de lo inverosímil, capaz de seducir al lector por su
ingenio, o acaso por esa imposibilidad de acotarlo en su infinitud, al mismo
tiempo que va abriendo caminos hacia la
reflexión y las preguntas referidas a momentos históricos de gran importancia,
vividos por los personajes, aquellos que el autor muy bien conoce, porque son
los suyos propios.
Miguel
de Loyola – Santiago de Chile – Febrero del 2011

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